Noruega es un buen lugar donde vivir. Según la OCDE, junto con Suiza y Euskadi, el país con mayor índice de satisfacción de la población, y entre los diez primeros en el Informe de Felicidad de la ONU. También uno de los más ricos y cohesionados, con una renta muy repartida y sin grandes diferencias, educación y sanidad avanzadas, seguridad y estabilidad. Si damos por bueno que una sociedad debe ser juzgada por la manera en que trata a las personas vulnerables y desprotegidas, también aquí sale bien parado el país escandinavo: Noruega supo aprovechar el filón del petróleo y el gas para dejar de ser un país pobre a principios del siglo XX y convertirse en una democracia próspera, sólida y decente.
Cabría pensar, viendo estos datos, que la vida allí transcurre de forma plácida y sin nubes en el horizonte, pero nada más lejos de la realidad. Tal y como apuntó Henrik Finsrud en el I. Congreso Internacional de Etorkizuna Eraikiz, el modelo noruego dejará de ser sostenible en menos de 15 años. Con una población envejecida, en la que dentro de poco una de cada cinco personas tendrá más de 90 años, se enfrenta a retos acuciantes: un sistema sanitario y de pensiones saturado; la necesidad de integrar a las personas llegadas de fuera manteniendo la cohesión social; el escaso crecimiento de la productividad; la reducción de los ingresos provenientes de los combustibles fósiles, que se hará notar a partir de 2025, o realidades como la depresión y el fracaso escolar, que ronda el 30%.
Noruega comparte con Gipuzkoa el enfoque; una economía fuerte que garantice la distribución de la riqueza y un sistema de protección social que no deje a nadie atrás, pero también la preocupación hacia el futuro. Nos hacemos las mismas preguntas, pero no tenemos todas las respuestas. La realidad es la siguiente: abrazar el cambio significa ser capaces de navegar en la complejidad. Y esa responsabilidad no recae, a diferencia de antaño, en un número reducido de actores públicos, sino en todos nosotros y nosotras.
Paradójicamente, esta incertidumbre ante el devenir es mayor si cabe en las sociedades que contamos con un mayor nivel de bienestar social. Nos produce cierto vértigo pensar en cómo vamos a trabajar, cómo vamos a envejecer, cómo vamos a defender nuestra cultura e idioma, cómo vamos mantener, en definitiva, los niveles de bienestar que con tanto esfuerzo conquistaron nuestros mayores. Debemos aceptarlo con naturalidad y sin tapujos, porque es un ejercicio colectivo de proyección obligado. Con frecuencia escuchamos que esta va a ser la primera generación que va a vivir peor que la de sus padres. Debemos alejarnos de lecturas pesimistas, pero es evidente que el mundo que vamos a dejar a nuestros hijos e hijas será muy distinto del actual, y no tendrá, desde luego absolutamente nada que ver con el de hace unas décadas.
Creo que la Diputación Foral de Gipuzkoa ha tenido la valentía de encarar este reto y ponerlo sobre la mesa a través de una nueva agenda política. Lo ha hecho desde la honestidad y el reconocimiento de sus propias limitaciones, consciente de que la capacidad de influencia de las instituciones públicas es reducida, al igual que sus recursos. Y conocedora también de las carencias que tenemos que superar los sistemas democráticos en los países industrializados: la desafección hacia los representantes políticos, la dificultad para interactuar con la sociedad, especialmente con las personas más jóvenes, la partitocracia, la excesiva inercia de las administraciones públicas, o la configuración de los tiempos electorales, que obstaculizan la aplicación de soluciones compartidas a largo plazo.
Estamos convencidos que las soluciones pasan por una nueva gobernanza, que sea capaz de crear las condiciones para una mayor implicación de la ciudadanía y los agentes sociales y económicos que conlleve transformaciones reales y perdurables. Eso es Etorkizuna Eraikiz: un espacio de reflexión y experimentación colaborativa, orientada a la acción, que dé lugar no a ideas o deseos sino a proyectos y prácticas de éxito que ‘contagien’ al sistema público, ligadas al empleo, la economía, las políticas sociales, la conciliación o la cultura. Hemos hecho un esfuerzo para identificar a aquellas personas que traccionan el futuro en nuestras empresas o en las más de 4.500 asociaciones de voluntariado del territorio, y que no tienen relación con el espacio público, sumándolas a un proyecto ilusionante: co-crear el futuro de Gipuzkoa entre todos y todas.
Somos ya miles de personas las que estamos participando en los proyectos piloto de Etorkizuna Eraikiz en equipos multidisciplinares. Estamos agrupando a personas que normalmente no trabajarían juntas con nuevas herramientas que no conocen. Estas experiencias evolucionan a distintos ritmos, porque cuesta romper inercias, pero todas ellos serán de provecho, incluso las que no den resultado, porque servirán para saber lo que no funciona. También aquí, debemos cambiar nuestra mentalidad ante el fracaso, ser resilientes, y aprender de otras culturas en las que los proyectos fallidos se mencionan en el currículum con orgullo. Estos espacios de trabajo deben ser espacios de confianza, y para ello debemos blindarlos.
En definitiva, hemos puesto en marcha un método para colaborar de forma dinámica con infinidad de actores en el diseño de las políticas públicas, algo que no debemos ver como fragmentación ni debilitamiento de la democracia representativa, sino como lo contrario: la principal característica una gobernanza del siglo XXI que dé respuesta a las necesidades de una sociedad y un mundo cada vez más complejos y en constante evolución. Y, sobre todo, como base para seguir reduciendo la desigualdad, algo que Gipuzkoa está consiguiendo después de la crisis, situando la desigualdad muy por debajo de la media española y por debajo de lo europea, casi al nivel de los países nórdicos –así lo demuestra el índice GINI-. Y es que, una sociedad que apuesta por el bien común, donde la población vive vidas parecidas y se beneficia igual del sistema de bienestar, es una sociedad feliz. Aquí, en Noruega y en todo el mundo.